Hola a todos, publico este pequeño relato con el que seleccionaron en Madrid Rumbo al Sur Para irme en verano a África. No tenía pensado "colgarlo" en el blog, pero una amiga me ha convenvido. Es posible que no os guste, o que os parezca un poco aburrido porque no hay nada de "acción" por decirlo de alguna manera, en la historia, es casi una reflexión. Pero, creedme cuando os digo que con solo cinco páginas, (a doble espacio, y con una letra bastante grande), tienes que sujetar con fuerza tu imaginación porque casi todo lo que se te ocurra superará el espacio que te dan. La frase en la que debía basarse la hitoria era: "Calcuta está en cualquier parte del mundo, siempre que se tengan ojos para vr, mejor dicho para mirar."
En fin, basta ya de rollos, espero que os guste. (¡Ah!, por favor, si tenéis un mimuto, dejad un comentario, please).
Calcuta está más cerca de lo que pensamos
Nuria caminaba con rapidez y decisión por las calles
de Madrid. Hasta aquel momento había caminado relativamente sola. Era verano y
a las cinco de la tarde, la mayoría de las persona preferían estar en casa
disfrutando del aire acondicionado. Tan solo se había cruzado con una persona,
alguien a quien tiempo atrás había conocido, pero no había habido ningún
cordial saludo de cortesía, ni siquiera una sonrisa. En su lugar Nuria había
notado como, al pasar junto a ella, su cuerpo se había tensado ante su relativa
proximidad. La joven se dio la vuelta justo a tiempo para ver como aquella
conocida le lanzaba una mirada reprobatoria y de desprecio. Y esa reacción
había sido peor que cualquier insulto que pudiese haber pronunciado. Sin lugar
a dudas el que te mirasen como si fueras un perro pulgoso era lo peor de todo,
peor incluso que la indiferencia. Y por mucho que Nuria simulase que todo
marchaba bien y llevase una perfecta sonrisa, siempre había alguien que era
capaz de mirar a través del disfraz y de descubrir la verdad.
La joven continuó su camino, intentando olvidar el incidente, pero es demasiado
complicado ignorar el hecho de que te miren como si ya no fueses una persona
como ellos. Lo malo es que por mucho que lo intentara, ella o aquellos que se
encontraban en situaciones similares, no podían romper el estereotipo que la
gente tenía de los parados, desahuciados y demás personas con serios problemas
económicos. Y Nuria tenía que lidiar con ello cada día, en las clases, en la
calle,… Pero a pesar de todo se sentía afortunada. Ella, a diferencia que muchos
otros en su misma situación, tenía donde guarecerse del mundo exterior. El
“Centro”, nombre que ella le había dado al centro de menores en el que durante
los últimos seis años había vivido. No había sido fácil alejarse de su casa, de
su entorno, de sus padres, pero en aquel tiempo su familia tenía graves
problemas económicos, y con la única intención de beneficiarla, la habían
mandado a ese lugar. En el Centro la pequeña Nuria había rehecho, (de la mejor
manera posible), su vida, había hecho nuevos amigos, y había encontrado en el Centro
un nuevo hogar.
Pero si algo tiene de cierto la vida, es que nada dura eternamente, y el tiempo
se estaba agotando para Nuria. Desde hacía tres años su cumpleaños había dejado
de ser una fecha digna de celebrar con alegría, pues la muchacha sabía que con
cada vela que soplaba se acercaba cada vez más al final de su vida en el
Centro. De sobra sabía que el día que cumpliese la mayoría de edad, tendría que
enfrentarse a la cruda realidad, esta vez sola. Y para ese día tan solo
quedaban unas horas.
Esta era una de las razones por las que tanto se empeñaba en estudiar, pues
sabía que, ahí fuera, lo único que la separaría de una vida pobre y mísera,
serían sus conocimientos y expediente académico.
Cuando por fin llegó a “casa”, una avalancha de
niños pequeños la rodeó nada más pisar la entrada. Los seis críos pedían cada
uno por su lado el regalo que la muchacha les había prometido. Nuria se metió
la mano el bolsillo y mostró lo que había en su interior. Al punto los niños enmudecieron,
y se quedaron mirando la chocolatina con ojos golosos. Nuria escondió el chocolate
e hizo un gesto y obedientes, todos los niños se colocaron en una fila.
-¿Qué es lo que se dice?-preguntó la chica una vez
hubo repartido una chocolatina a cada niño.
-Gracias, -murmuraron todos al unísono como un coro bien coordinado.
-¿Y para mí no hay nada?-bromeó un muchacho desde el
pasillo.-Para mí no hay ningún regalo de despedida.
-Diego, tú ya eres demasiado mayor para comer chocolatinas.- Replicó la joven
con una sonrisa.
-Sigo sin comprender por qué lo haces, -dijo el chico. Nuria dejó atrás a los
niños, y fue con el muchacho al salón.
-Alguien tiene que endulzar un poquito sus días, ¿no crees?- respondió la chica
encogiéndose de hombros.
El salón estaba vacío, la mayoría de los niños
estaban en el jardín o en la cocina merendando. Diego no tardó ni dos segundos
en tirarse al sofá y apoderarse del mando. En otro momento Nuria se habría abalanzado
contra su amigo y se habrían peleado por el control del mando, pero en aquel
momento su mente estaba inundada de imágenes pasadas y recuerdos. Seis años
pasaron de golpe ante ella, risas, juegos, comidas, riñas,… “Seis años” se
repitió a sí misma. En todo ese tiempo muchos chicos habían salido y entrado en
el Centro.
Recordó su primer día en el Centro, cuando no era más que una cría asustada que
no entendía que le estaba sucediendo. Ahora sí lo comprendía, y pronto tendría
enfrentarse a ello, esta vez sin casi ayuda.
El día a día había pasado muy lentamente, pero los años habían volado.
-¿No vienes?- le preguntó el muchacho apartando la
mirada del televisor.
-No, no, gracias creo que me voy un rato con los “peques”.- Mintió ella
volviendo a la realidad. Dicho esto, Nuria dio media vuelta y salió de la
habitación. Recorrió los pasillos del Centro, y contempló como los niños jugaban
y reían. Aquellos críos que apenas alcanzaban los ocho años de edad, y a pesar
de su inocencia, y supuesta ignorancia, entendían, en cierto modo lo que
ocurría su alrededor. Sabían que algo en sus vidas era diferente a la de los
demás niños de su edad. Y eso en cierta medida, les marcaba. Nuria pensó en las
miles de veces que había oído a la “gente normal” estereotipar a todos los
niños que vivían en centros de menores. Mucha gente les tomaba por críos mal
educados, ariscos e impulsivos. Pero ninguno se paraba a pensar en lo fuerte
que eran aquellas criaturas, en su gran resistencia. Eran pequeños “guerreros” valientes que luchaban
incansablemente por sobrevivir en el arduo campo de batalla de la vida. Otros adultos
en su lugar, se habrían venido abajo. Pero nadie se fijaba en la deslumbrante
luz que brillaba en aquellos niños, si no en el oscuro ambiente que les
rodeaba.
Nuria siguió avanzando y llegó hasta una pequeña
salita en la que hacía unos meses había hablado con la sobrina de Marta, (una
de las directoras del Centro), que estaba estudiando medicina. Casi no
recordaba la conversación, pues apenas había durado quince minutos. Lo que si
recordaba era lo ciega que estaba esa joven. Tenía una visón bastante limitada
de la realidad, era realmente consciente de la pobreza y sufrimientos de otros
países, (y estaba dispuesta a colaborar por su desarrollo), pero incapaz de ver
la necesidad que había en su propio país, de lo mal que lo pasaba la gente que
vivía a su alrededor. Después de
aquello, no había vuelto a saber nada de ella.
La joven continuó su camino por el Centro. Subió las
escaleras y llegó a los dormitorios. Se apoyó en el marco de la puerta de la
habitación y en esa postura contempló todas las camas, unas enfrente de otras. Sin
duda echaría de menos dormir con gente alrededor. Echaría de menos todos y cada
uno de los rincones de esa casa, y a todos los que en ella vivían.
****
Nuria sopló su decimoctava vela con lágrimas en los
ojos, nunca había deseado tanto ser una niña pequeña como en aquel momento.
Todos la felicitaron, Nuria abrazó a cada uno de sus compañeros, con un nudo en
la garganta. El pequeño bizcocho casero de una de las coordinadoras, fue
devorado por los más pequeños.
Y cuando dieron las doce, fue cuando Nuria recibió el regalo que su edad
conllevaba, la libertad, con un precio muy alto para alguien como ella, la
soledad. La joven hizo un soberano esfuerzo por no llorar. Su amigo Diego, cuyo
tiempo en el Centro también estaba muy cerca de agotarse, la abrazó.
-No estarás sola, ¿lo sabes verdad? Yo pronto te
seguiré y Marta te va ayudar. Todo irá bien.- Aseguró el muchacho.
Nuria asintió con un nudo en la garganta, y separándose de Diego se dirigió a
los más pequeños. Se arrodillo ante ellos, y estos la rodearon con sus finos
bracitos. “¿Quién os traerá ahora el chocolate que tanto os gusta?” Pensó
apenada. Cuando consiguió deshacerse del abrazo de los niños, se despidió de
los que durante seis años habían sido sus segundos padres. Acto seguido cogió
las llaves que Marta le tendía, y recogió su maleta del suelo y avanzó hacia la
puerta. Su tiempo en el Centro había terminado, y le dolía dejar todo atrás.
Aún así Nuria sabía que era afortunada. Inspiró hondo y avanzó, y justo en el
último instante se volvió para dar un último vistazo al Centro y, (en cierto
modo), a su familia. “Volveré”, pensó mientras se alejaba”, pero la próxima vez
será para dar, no para recibir”.